EL
MUNDO
14 mayo
2018
La
plaga invisible: por qué la demencia es la enfermedad del siglo XXI
Miguel Ángel Palomo
Primero fue incapaz de reconocer a su
marido. Luego dejó de andar, de hablar, de tragar... Era como si su cuerpo
fuera desconectando sus funciones vitales una a una...
El periodista relata, en primera
persona, la muerte de un familiar por demencia. Y, a la vez, investiga por qué
este mal misterioso ya es, según la OMS, el mal de nuestra era.
Aquí ya hay 2,5 millones de afectados, entre enfermos y
familiares. Y los datos irán a más: uno de cada cinco españoles tendrán más de
80 años en 2050.
Ella murió demente. Arrastraba síntomas claros desde hacía
más de un año, pero aún podía ir a la peluquería sola. Hasta que, un día, dejó
de reconocer a su marido. No había cumplido los 80 y, en mes y pico de
hospital, una patología voraz fue desconectando sus funciones vitales hasta que
su corazón dijo basta. Hoy escribo sin saber todavía qué tipo de demencia
padeció a la espera de conocer los resultados de su necropsia, paso previo a
que su cuerpo fuera donado a la ciencia.
Como Ella siempre
quiso
Porque demencias hay muchas. Y casi nunca son como las
imaginamos. La imagen de una viejecita olvidadiza -Ella que antes se acordaba
de todo- no es más que una cara, la más reconocible, de un fenómeno poliédrico,
transversal e invisible.
Fuera de residencias, hospitales y dramas familiares no
trasciende el alcance devastador del trastorno cognitivo, la desconexión que el
cerebro puede llevar a cabo en cuestión de semanas o días. La muerte cerebral
progresiva manda mensajes innegociables al resto del cuerpo.
Hoy no ando. Hoy no hablo. Hoy no trago.
Como si la misma demencia matara. Veremos que no es del todo
así.
Asomarse al abismo que supone vivir en el ojo de un tornado
crea la necesidad de desenmarañar un problema que la OMS, en su informe de 2012
titulado Demencia: una cuestión de prioridad pública, calificó como la epidemia
del siglo XXI.
De él se extrae que la demencia es la consecuencia más
terrible y paradójica del principal logro sanitario del siglo pasado: el
aumento de la esperanza de vida. La ecuación es sencilla: cuanto más viejos
somos, más demencia padecemos.
En el año 2050 una de cada cinco personas en España -la
supervivencia es ya en nuestro país de 10 años más que la media mundial- tendrá
más de 80 años. La generación autóctona del baby boom
(nacidos entre 1958 y 1977), la mía, es la que ocupa más espacio en la pirámide
poblacional. El colapso del sistema está en el horizonte. Y vamos contrarreloj.
No existe un censo y sí una batalla de cifras. Unas 800.000
personas la sufren en primera persona, pero hay «entre dos millones y dos
millones y medio de afectados entre familiares y enfermos», adelanta Juan
Carlos Rodríguez, presidente de la Federación Alzhéimer Galicia (FAGAL).
El objetivo es retrasar cinco años los efectos de la
enfermedad para ahorrar el 50% del coste económico que genera. Una inversión
con efecto multiplicador en la economía antes de que sea todo insostenible. «La
detección precoz, invertir en las fases iniciales para ralentizar el deterioro,
mejorar la autonomía de los pacientes, reconocer la figura del cuidador, volver
a impulsar la Ley de la Dependencia y crear servicios profesionalizados de
atención...», son los pasos que demandan las asociaciones en boca de Juan
Carlos Rodríguez. «Además de ser necesario es una oportunidad económica. No
podemos verlo como una carga. En el futuro vamos a ver un aumento de trabajos
de personas que atienden a personas».
No habla de robots, sino de especialistas con empatía y
formación específica. Y cierra su alegato a favor de «una sociedad más justa,
equitativa e igualitaria».
El modelo familiar de atención también deberá cambiar. Los
hijos no podrán cuidar de sus padres. «Vamos hacia modelos nórdicos en los que
la atención está institucionalizada», afirma optimista este gallego afable ante
la posibilidad de poner en marcha un plan nacional de atención de la demencia
que en algunos países ya existe. «Convertiremos esta realidad en una situación
social, no en una catástrofe», para lo que considera imprescindible crear
unidades de demencia en los hospitales, servicios de enfermería especializados
a domicilio para evitar desplazamientos inútiles, poner en valor el trabajo no
farmacológico y socializador de las asociaciones y solventar «la cuestión ética
de la prolongación de la vida».
Qué evolución
queremos de la enfermedad
Cuando no hay esperanza, el sistema alimenta hasta el
infinito el círculo vicioso de hospital-residencia-hospital. Una paradoja
perversa más del negocio alrededor de la demencia, mientras que los servicios
de Urgencias se ven colapsados con pacientes en fase avanzada. «Es muy
importante que el enfermo pueda tomar decisiones anticipadas», prosigue el
presidente de FAGAL. «No es un problema sólo sanitario, sino social, jurídico,
de derechos y de defensa de la dignidad de las personas. El paciente debe saber
qué evolución quiere de su enfermedad».
«¿Se puede decir que alguien muere
de demencia?», pregunto a Pablo Martínez-Lage, neurólogo
eminente de la Fundación CITA-Alzhéimer. «Demencia es un concepto muy general»,
responde. «En sí misma no es una enfermedad concreta, es un conjunto de
síntomas. En Medicina decimos que demencia es un síndrome. Las enfermedades que
producen demencia acortan la vida, pero en sí mismas no matan».
La demencia, por tanto, es el estado de una persona con
deterioro cognitivo (en el caso del alzhéimer, por ejemplo, afecta a la
memoria, pero en otras enfermedades puede dañar otras capacidades), que puede
acompañarse -o no- de síntomas conductuales psicológicos como depresión,
alucinaciones o agresividad. Cuando ese deterioro y esos síntomas impiden a esa
persona ser autónoma se le llama demencia.
«Es una pérdida de las capacidades de la mente», corrobora
Joaquín Castilla, investigador del CIC bioGUNE de
Vizcaya y vicepresidente de la Asociación Creutzfeldt-Jakob.
«No es la demencia la que mata, sino la muerte neuronal, que es la que gestiona
todas las funciones del organismo. Estas personas pueden no ser capaces ni de
gestionar la respiración».
Empieza en la vida diaria. «Pierden la labor ejecutiva»,
vuelve a contarnos Juan Carlos Rodríguez. «Es algo que normalmente no se ve. No
son capaces de planificar el trabajo e incluso pierden el puesto. La pérdida de
memoria inmediata es lo que más identificamos con el alzhéimer, pero la falta
de interés o de iniciativa y los problemas de localización espacio-temporal son
síntomas desconocidos y sus señales de alarma. A veces se confunde con la
depresión», aclara Rodríguez.
La importancia del
diagnóstico temprano
A Ella sus nervios la gobernaban. Tenía ataques de ansiedad.
Perdió la ilusión. Pero nadie lo relacionaba. Ni siquiera los médicos.
No atajar a tiempo los síntomas en la fase preliminar puede
ser letal, pues cabe que la enfermedad curse a ritmo vertiginoso. «La mayor
parte de las enfermedades que producen demencia, en los estadios más avanzados
ya no afectan a cognición y conducta, sino que afectan a aspectos motores»,
explica Martínez-Lage. «La capacidad de deambulación
o la coordinación de movimientos, entre ellos. Aparecen complicaciones como la broncoaspiración, las escaras y las infecciones».
En estos casos da comienzo la tortura: neumonías recurrentes
y colocación de sondas PEG para contrarrestar la disfagia son parte del
proceso.
Coinciden los tres interlocutores en que el diagnóstico
temprano en la fase predemencia es decisivo. «Hay una
leyenda urbana que dice que el alzhéimer sólo se puede diagnosticar en la
autopsia», reconoce este científico pamplonés de la Universidad de Navarra.
«Eso ha dejado de ser cierto porque gracias a los biomarcadores
podemos saber si en el cerebro de una persona se está produciendo la patología
del alzhéimer».
Se trata, en definitiva, de diagnosticar la enfermedad
cuando los fallos incipientes de memoria responden a un deterioro cognitivo
leve que no produce todavía demencia.
El alzhéimer se desata porque en el cerebro se depositan dos
proteínas: amiloide y tau. Para extraer los biomarcadores que ayuden a detectar sus alteraciones
existen dos pruebas: una punción lumbar que mide las cantidades de ambas
proteínas, y un PET [tomografía por emisión de positrones] que arroja una
imagen cerebral que indica si en el cerebro hay depósitos de amiloide. Martínez-Lage habla
claro: «La disponibilidad de estas pruebas nos ha permitido saber que el
Alzhéimer empieza años antes de dar síntomas: es la enfermedad preclínica».
Sin embargo, sólo se pueden hacer biomarcadores
a personas cognitivamente sanas en el contexto de un proyecto de investigación.
«Tenemos que aprender qué significa que una persona sana tenga biomarcadores positivos porque se demostrará que no todas
ellas terminarán teniendo la enfermedad».
El protocolo dice que «una punción o un PET en práctica
clínica habitual sólo deben hacerse en personas que tengan un cuadro de
deterioro cognitivo bien estudiado y objetivado en pruebas neuropsicológicas».
El PET es caro y, según él, a la punción «hay que perderle el miedo».
Pero para ello hace falta información que llegue a las familias.
«La sociedad no sabe cuáles son los síntomas de alarma que nos deben hacer
acudir a los médicos de atención primaria para un diagnóstico», advierte el
presidente de FAGAL.
'Vuelva dentro de
un año'
«Es necesario que los sistemas sanitarios tengan protocolos
de detección temprana para mantener el mayor grado de autonomía posible del
paciente y respetar sus opiniones».
El Alzhéimer es una enfermedad neurodegenerativa que lleva a
la dependencia absoluta. Con el diagnóstico en la mano, hay dos pacientes: la
persona afectada y el cuidador, casi siempre mujer y de edad avanzada. Una de
cada cinco de estas personas tiene más de 70 años, según un estudio de CEAPAT.
En España el cuidador es un familiar, sin acceso a las
nuevas tecnologías y que sufre una sobrecarga psicológica, emocional y física
que incluso lleva a patologías propias. Es el burn-out,
la figura del cuidador quemado: angustia, depresión, sentimiento de culpa,
aislamiento. Desarrolla un trabajo no remunerado y no reconocido socialmente.
Las familias caminan ciegas entre tinieblas y encuentran sólo consuelo en
asociaciones como FAGAL, donde saludan con una frase recurrente: acaban de
diagnosticar a mi ser querido de Alzhéimer y me han
dicho que vuelva dentro de un año.
Algo así escuché a un neurólogo en la consulta. Ella no
tenía aún diagnóstico tras una prueba no concluyente cuando sus parientes ya se
afanaban en achicar el océano con un vaso de chupito.
Un médico internista me habló de que la demencia es «un fracaso médico
absoluto», afirmación que Martínez-Lage no comparte,
pues él la ve «como un reto», a pesar de que lleva dos décadas escuchando que
en cinco años habrá un tratamiento. La cura está lejana todavía. Hay que
contentarse por ahora con el ensayo EARLY (quiere demostrar que un fármaco anti-amiloide previene o retrasa
el alzhéimer preclínico) y el Generator (en personas
con susceptibilidad genética).
Un colega suyo especialista me desaconsejó filiar la
demencia (frontotemporal, cuerpos de Lewy, Creutzfeld-Jakob...) debido a que el tratamiento sintomatológico sería ya indiferente. La madre de Ella
había muerto en condiciones similares, como dos viejecitas clónicas fuera de rosca.
El mismo Martínez-Lage me
tranquiliza: «En general el alzhéimer no es hereditario». Hay algunas formas muy
raras, menos del 1%, que sí son genéticas y que se deben a la herencia de la
mutación de un gen. «Si tu padre o tu madre tuvieran un Alzhéimer antes de los
75 años tu riesgo estaría un poquito aumentado. Si lo tuvieran después, tu
riesgo es el mismo que el de cualquiera». El experto en priones
y enfermedades neurodegenerativas trasmisibles Joaquín Castilla, valedor de
hacer estudios genéticos en todos los casos, insiste en que «conocimiento es
poder».
Cuando termino de redactar esto, lo más difícil que he
escrito nunca, recibo los resultados de la necropsia de Ella, mi madre.Tenía Alzhéimer.